Si tiene pavor a viajar en tren padece de siderodromofobia; si siente un recelo incontrolable hacia su suegra padece penterafobia y si tiene miedo de usted mismo, fobofobia. Ahora bien, si uno ojea los experimentos realizados para estudiar el miedo encontramos que los objetos más utilizados para provocar ese sentimiento son las serpientes y las arañas.
Podemos consolarnos sabiendo que no estamos solos. Nuestros primos los chimpancés tienen una aversión terrible a las serpientes: hasta los nacidos en cautividad gritan aterrorizados al verlas por primera vez. Otros miedos comunes son los relativos a nuestro entorno natural, como la altura, las tormentas, los grandes carnívoros, la oscuridad, la sangre o el agua profunda. Entre los sociales tenemos el temor a los extraños, al qué dirán y a dejar la casa sola.
La mayoría son provocados por los peligros que nos acechaban cuando vivíamos en África. Lo curioso es que esos miedos ancestrales sigan tan vivos entre nosotros. Deberíamos tener miedo a cosas como las armas, los coches, el gas butano, usar el secador cerca de la bañera... pero no a las arañas o los ratones. En una encuesta realizada entre los escolares de Chicago lo que les daba más miedo no era un coche a gran velocidad por su calle sino los tigres, leones y serpientes.
En un conocido experimento, el psicólogo John B. Watson se situó detrás de un niño de 15 meses armado con dos barras de acero. El niño, que jugaba despreocupadamente con un ratón blanco, escuchaba el sonoro golpeteo de las dos barras cada vez que lo tocaba. Tras unos pocos sonidos repentinos el niño cogió miedo al ratón y, por añadidura, a otros animales de pelaje blanco. ¿Hubiera Watson logrado su objetivo si en lugar de un ratón hubiera usado un cenicero? Probablemente no. Quizá los miedos pueden condicionarse únicamente si somos propensos evolutivamente a establecer esa asociación. Por eso los coches no producen pavor y las serpientes, sí.
http://www.youtube.com/watch?feature=player_embedded&v=IteGZg2fWuY#t=103s
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